Ni Esme ni yo hubiésemos
podido estar allí de esa forma si Edward no se hubiese ocupado de liberarnos de
la terrible amenaza de Aro y sus violentos Vulturi.
Suspiré y me quedé observando
cómo la luz de la luna arrancaba destellos plateados al diamante de mi anillo
de pedida, mientras me esforzaba en evocar amables recuerdos que acallasen el
rugido sordo del miedo. Todavía lo sentía en mi pecho cada vez que algún
recuerdo de aquel día, en que Aro estuvo a punto de arrebatarme a mi hombre, me
asaltaba por sorpresa. Sensación que aumentaba con la circunstancia añadida de
viajar de noche en un coche sin Edward a mi lado. No podía evitarlo, aquella
pesadilla que Félix me hizo vivir me había marcado profundamente.